miércoles, 14 de marzo de 2012

Bollos con testosterona




Dicen que tomar un buen desayuno es sinónimo de empezar bien el día. Si estuviéramos en un mundo ideal, mis quehaceres resposteros para mejorar los desayunos de mi familia me habrían valido una entrevista en el periódico mensual del ayuntamiento, las amigas de mi madre le habrían puesto mi nombre a la plazoleta que hay al final de la calle por tantas y tan dulces alegrías, e incluso hubiera colgado los hábitos musicales para regentar una degustación a la que estaríais todos invitados. Bien es cierto que, para adaptarnos a la vida moderna, le tendría que llamar Coffee shop y ponerle algún nombre con una pincelada inglesa, por ejemplo Juan Crisóstomo’s, pero vamos, seguiría siendo la degustación bilbaína de toda la vida, sólo que con sofacitos cómodos en vez de sillas y con unas paredes decoradas de modo que pareciera que en cualquier momento fuese a entrar por la puerta uno de los protagonistas de Friends.

De momento, han engrosado mi lista de recetas definitivas un par de pasteles bastante logrados, un bizcocho de café que habría hecho bailar la cucaracha al mismísimo Juan Valdés, y unos bollos de mantequilla de Bilbao caseros que pasan, desde este momento, a constituir el arma definitiva para solucionar cualquier conflicto. Vamos, que estoy seguro de que lo mismo me valdrían para encontrar un novio entre las filas de la izquierda abertzale como entre las de nuevas generaciones, por un decir. Y para muestra, la de la foto que encabeza esta entrada.

Pero lo de empezar con un buen desayuno venía a cuenta de estar en disposición de digerir las noticias terribles que han acontecido en estos últimos días y que, como suele suceder, hacen que te replantees tu vida mientras las lees con el café. Os imagináreis que cuando sale en el periódico, aunque sea en una raquítica columna lateral, el nombre de uno de los iconos de tu vida, te acabe afectando. Hoy me gustaría compartir con vosotros mis sensaciones ante el triste fallecimiento de Antonio Pérez Sánchez, el señor que creó los Geyperman.

Para los que no tengáis muy claro de qué hablo, el Geyperman fue un muñeco de acción articulado de los 70 que hizo furor entre los niños que crecimos en una cosa muy nueva y con olor a flores que se llamaba democracia y que molaba mucho porque todo blas canturreaba una canción muy pegadiza que de mayor descubres que se llamaba “Libertad sin ira”. El acierto que tuvo este señor (al menos en los muñecos originales) fue en dar a los niños exactamente lo que se veía en las calles. En una época de bigotes, barbas pobladas y camisas de cuadros rojos, el verdadero rey en los hogares fue este muñeco de barba cerrada y pelo “auténtico”, que vestía como Rhett Butler en Mogambo, como James Bond esquiando en Gstaad, o incluso con aquellos jerseys gordos de lana tan incómodos. Aún a día de hoy, muchas madres no tienen ni idea de lo pedagógicos que resultaron los Geyperman en nuestra aceptación de dichas prendas de lana (caso aparte sería el drama del mendigoizale y sus curiosas borlas, pero eso merecería toda un comentario en sí mismo).

Además, la peculiar rudeza de los Geyperman les hacía muy cercanos, pues lo mismo podías simular que era Paco, el amigo gamberro de tu padre más majo que las pesetas; Frank, el malvado espía que había surgido del frío; o Patxi, el harrijasotzaile que hacía exhibiciones los domingos en la plaza del pueblo y que el resto de la semana cortaba leña en el caserío. Semejante muestra de testosterona, claro está, tenía también sus inconvenientes, puesto que se ponía en plan meloso con la Nancy y, como faltaran bastantes años para la campaña del “Póntelo, pónselo”, nueve meses más tarde llegaban las Barriguitas y se armaba la marimorena con los padres de la muñeca de Famoide exigiendo explicaciones a diestro y siniestro. Y mientras, la señorita Pepis observando la escena con su eterna cara de buen rollito, pero sin mover una pestaña en loor de la rectitud moral, que para eso alguien se había encargado de ponerle media barra de rimmel, en pleno ataque creativo. En fin.

De la misma época fueron los Madelman, a cuenta de los cuales se armaban unas trifulcas galopantes, porque algunos preferían al nuevo musculitos que, sin nosotros saberlo, era una mezcla del Ken de Barbie y del G.I. Joe americano. Pero claro, no había color. Independiente de que el Madelman fuera más pequeño en tamaño, ponías a aquel Ken revenido al lado de nuestro macho políticamente incorrecto y de lo único que te entraban ganas era de darle un achuchón y de llevarle con los clicks de Famóbil para que se le quitara el complejo de inferioridad.

Además, y es ahora cuando voy a hablar de ello por primera vez en mi vida, hubo un hecho capital de mi infancia que me hizo ser partidario del Geyperman para los restos, por mucho que ahora sepa que los dos muñecos fuesen similares en cuanto a lo que escondían. No sé muy bien por qué, pero no recuerdo al Geyperman de mi hermano sin ropa. Tal vez fuera que no encontraba la cremallera del uniforme que llevaba o que, sencillamente, mi hermano no tuviera esa curiosidad. Sin embargo, yo recuerdo perfectamente el día en que mi Madelman se quedó sin pantalones. Y lo que vi me traumatizó hasta tal punto que dudo mucho de que ni siquiera mis bollos de mantequilla hubiesen podido hacerme olvidar semejante espanto. Ni a mí, ni a nadie. Después de todo, ¿quién en su sano juicio podría preferir a un hombre con un braguero color carne totalmente liso fundido sobre su pelvis? Por muchos abdominales marcados que tuviera sobre la cintura. Hace falta mucha modernidad para tomar en serio a alguien con un braguero color carne. Aunque sea un simple muñeco.

lunes, 27 de febrero de 2012

Una nueva década

La vida moderna de la chica o del chico de hoy en día es agotadora. Y no sólo porque te ves obligado a repasar mentalmente tus quehaceres laborales mientras intentas sobrellevar el implacable ritmo al que te somete la cinta corredora del gimnasio, ese tiránico invento que ni la malvada madrastra de Blancanieves hubiera sido capaz siquiera de imaginar. Además, con la otra mitad de tu cerebro, debes identificar la docena de soniquetes que salen cada pocos minutos de tu inseparable teléfono móvil de ultimísima generación, y que forman una sinfonía de tonos tan desconcertante que incluso habrían conseguido que al mismísimo Johann Sebastian Bach le hubiesen entrado unas ganas terribles de abandonar la música y regentar una tienda de cuencos tibetanos. Ommm.

Sin olvidar tampoco las apasionantes y peligrosas conversaciones de tus compañeros de esfuerzos físicos. Y digo peligrosas porque es habitual que te dé por escuchar una de esas perlas dialécticas que condensan los miles de años de evolución del pensamiento humano, mientras intentas convertir tu cuerpo prêt-à-porter de clase media de barrio obrero en un divino templo griego a mayor gloria de los dioses. Y claro, se produce el desastre. La risa lela te provoca flojera y lo único que consigues hacer es encomendarte a la virgen de Begoña para que las fuerzas no te abandonen, como el desodorante, y fallezcas aplastado por las pesas que estabas sujetando en lo alto con cierta gracia y donaire. La verdad, no sé qué es peor, si el peligro de acabar convertido en una cápsula de Nespresso en tu afán por emular a Hércules, o las risotadas –también desde lo alto, cómo no- de los dioses del Olimpo, que jamás pensaron que el libre albedrío fuese a dar tanto juego.

Así que, en medio de toda esta vorágine diaria de principios del siglo XXI, cuando un buen día te detienes cinco segundos para tomar aire y mirar a tu alrededor y ver en qué se ha convertido tu vida, te caes del guindo. Así, sin avisar; y sin paracaídas, ni red ni, para colmo, guindas, que son esas cosas que nunca pedirías para comer motu propio, pero a las que no te puedes resistir cuando aparecen flotando en tu bebida pidiendo guerra con su descarado color carmesí, mientras los hielos corren despavoridos a refugiarse en la esquina opuesta de la copa. Detalle que hubieran debido recordar los oficiales del Titanic, por cierto.

Algunos llaman a esta revelación mística la crisis de los cuarenta. Pero eso es dotar al momento de una clase y un glamour que, definitivamente, no tiene ni por asomo. En realidad, lo que ocurre es que, repentinamente, te ves una tarde de sábado cualquiera, en mitad de tu vida útil, con todos tus amigos emparejados, tú más solo que la una, y tu otro yo, veinte años más joven, mirándote fijo y con una sonrisa desafiante desde una fotografía descolorida colocada frente a ti, pero con un lustre en la piel que darías tú el guindo entero por haber podido conservar.

Y claro, ante semejante escena folletinesca, te quedan dos opciones: darte a la bebida, algo que hizo con tal maestría Sue Ellen Ewing en Dallas que cualquier intento de imitación posterior resulta ridículo y pretencioso; o ponerte a escribir, que es lo que he decidido hacer yo. Así que, como acabo de cumplir cuarenta años y parece que el cuatro ha llegado para quedarse, intentaré retrasar el momento de la temible madurez transcribiendo las pequeñas sensaciones que hacen que, en nuestro interior, sigamos pareciendo niños de preescolar. Como en aquellos días felices de tarros de cristal rellenos de agua de grifo recalentada al sol de mayo, pero que bebíamos con ansiedad mientras jugábamos en la calle después de la jornada lectiva.

Por de pronto, el dichoso sábado en cuestión creo que lo conseguí. No sé si sería la providencia o quién, porque nunca he tenido el gusto de conocer a esa caprichosa señora, pero lo cierto es que, después de semejante revelación y cuando abría un armario con el súbito y desesperado impulso de acabar con las existencias de cualquier cosa comestible existente en el lugar, descubrí los restos de una tableta de chocolate negro con almendras (advertencia para navegantes: semejantes ataques de gula ocurren por no tener siempre a mano una tarta de queso, como las tan precavidas y nunca suficientemente bien ponderadas Chicas de Oro).

El caso es que me quedé completamente descolocado. E hice algo que hacía años que no había hecho. Fui a la cocina, cogí un trozo de pan, le quité la miga e introduje cuatro onzas de aquel chocolate olvidado que había vivido sin saberlo –¡qué cruel es el destino!- sus últimas semanas en el armario. Y, mientras degustaba apaciblemente el sabor del pan con chocolate, cual vaca que ve pasar un tren, comprobé que tan sencilla acción me había dado algo que ni mi smartphone de doble núcleo ni la tabla de ejercicios gimnásticos más completa del universo mundo serían capaz de ofrecerme: cierta perspectiva. Tal vez no la genial de Leonardo Da Vinci, ciertamente, pero sí, al menos, una lo suficientemente sólida como para permitirme ser consciente de que nuestra ajetreada vida moderna puede hacer un paréntesis… siempre que nosotros así lo queramos, aunque sea a base de harina, cacao, almendras y recuerdos de una época sin tantas responsabilidades.

Bienvenida sea, pues, la década de los cuarenta. Y las que vengan. Eso sí, que las sucesivas lo anuncien a bombo y platillo, por favor. Tal vez así consigan que Johann Sebastian se interese de nuevo por el pentagrama.