Dicen que tomar un buen desayuno es sinónimo de empezar bien el día. Si estuviéramos en un mundo ideal, mis quehaceres resposteros para mejorar los desayunos de mi familia me habrían valido una entrevista en el periódico mensual del ayuntamiento, las amigas de mi madre le habrían puesto mi nombre a la plazoleta que hay al final de la calle por tantas y tan dulces alegrías, e incluso hubiera colgado los hábitos musicales para regentar una degustación a la que estaríais todos invitados. Bien es cierto que, para adaptarnos a la vida moderna, le tendría que llamar Coffee shop y ponerle algún nombre con una pincelada inglesa, por ejemplo Juan Crisóstomo’s, pero vamos, seguiría siendo la degustación bilbaína de toda la vida, sólo que con sofacitos cómodos en vez de sillas y con unas paredes decoradas de modo que pareciera que en cualquier momento fuese a entrar por la puerta uno de los protagonistas de Friends.
De momento, han engrosado mi lista de recetas definitivas un par de pasteles bastante logrados, un bizcocho de café que habría hecho bailar la cucaracha al mismísimo Juan Valdés, y unos bollos de mantequilla de Bilbao caseros que pasan, desde este momento, a constituir el arma definitiva para solucionar cualquier conflicto. Vamos, que estoy seguro de que lo mismo me valdrían para encontrar un novio entre las filas de la izquierda abertzale como entre las de nuevas generaciones, por un decir. Y para muestra, la de la foto que encabeza esta entrada.
Pero lo de empezar con un buen desayuno venía a cuenta de estar en disposición de digerir las noticias terribles que han acontecido en estos últimos días y que, como suele suceder, hacen que te replantees tu vida mientras las lees con el café. Os imagináreis que cuando sale en el periódico, aunque sea en una raquítica columna lateral, el nombre de uno de los iconos de tu vida, te acabe afectando. Hoy me gustaría compartir con vosotros mis sensaciones ante el triste fallecimiento de Antonio Pérez Sánchez, el señor que creó los Geyperman.
Para los que no tengáis muy claro de qué hablo, el Geyperman fue un muñeco de acción articulado de los 70 que hizo furor entre los niños que crecimos en una cosa muy nueva y con olor a flores que se llamaba democracia y que molaba mucho porque todo blas canturreaba una canción muy pegadiza que de mayor descubres que se llamaba “Libertad sin ira”. El acierto que tuvo este señor (al menos en los muñecos originales) fue en dar a los niños exactamente lo que se veía en las calles. En una época de bigotes, barbas pobladas y camisas de cuadros rojos, el verdadero rey en los hogares fue este muñeco de barba cerrada y pelo “auténtico”, que vestía como Rhett Butler en Mogambo, como James Bond esquiando en Gstaad, o incluso con aquellos jerseys gordos de lana tan incómodos. Aún a día de hoy, muchas madres no tienen ni idea de lo pedagógicos que resultaron los Geyperman en nuestra aceptación de dichas prendas de lana (caso aparte sería el drama del mendigoizale y sus curiosas borlas, pero eso merecería toda un comentario en sí mismo).
Además, la peculiar rudeza de los Geyperman les hacía muy cercanos, pues lo mismo podías simular que era Paco, el amigo gamberro de tu padre más majo que las pesetas; Frank, el malvado espía que había surgido del frío; o Patxi, el harrijasotzaile que hacía exhibiciones los domingos en la plaza del pueblo y que el resto de la semana cortaba leña en el caserío. Semejante muestra de testosterona, claro está, tenía también sus inconvenientes, puesto que se ponía en plan meloso con la Nancy y, como faltaran bastantes años para la campaña del “Póntelo, pónselo”, nueve meses más tarde llegaban las Barriguitas y se armaba la marimorena con los padres de la muñeca de Famoide exigiendo explicaciones a diestro y siniestro. Y mientras, la señorita Pepis observando la escena con su eterna cara de buen rollito, pero sin mover una pestaña en loor de la rectitud moral, que para eso alguien se había encargado de ponerle media barra de rimmel, en pleno ataque creativo. En fin.
De la misma época fueron los Madelman, a cuenta de los cuales se armaban unas trifulcas galopantes, porque algunos preferían al nuevo musculitos que, sin nosotros saberlo, era una mezcla del Ken de Barbie y del G.I. Joe americano. Pero claro, no había color. Independiente de que el Madelman fuera más pequeño en tamaño, ponías a aquel Ken revenido al lado de nuestro macho políticamente incorrecto y de lo único que te entraban ganas era de darle un achuchón y de llevarle con los clicks de Famóbil para que se le quitara el complejo de inferioridad.
Además, y es ahora cuando voy a hablar de ello por primera vez en mi vida, hubo un hecho capital de mi infancia que me hizo ser partidario del Geyperman para los restos, por mucho que ahora sepa que los dos muñecos fuesen similares en cuanto a lo que escondían. No sé muy bien por qué, pero no recuerdo al Geyperman de mi hermano sin ropa. Tal vez fuera que no encontraba la cremallera del uniforme que llevaba o que, sencillamente, mi hermano no tuviera esa curiosidad. Sin embargo, yo recuerdo perfectamente el día en que mi Madelman se quedó sin pantalones. Y lo que vi me traumatizó hasta tal punto que dudo mucho de que ni siquiera mis bollos de mantequilla hubiesen podido hacerme olvidar semejante espanto. Ni a mí, ni a nadie. Después de todo, ¿quién en su sano juicio podría preferir a un hombre con un braguero color carne totalmente liso fundido sobre su pelvis? Por muchos abdominales marcados que tuviera sobre la cintura. Hace falta mucha modernidad para tomar en serio a alguien con un braguero color carne. Aunque sea un simple muñeco.
De momento, han engrosado mi lista de recetas definitivas un par de pasteles bastante logrados, un bizcocho de café que habría hecho bailar la cucaracha al mismísimo Juan Valdés, y unos bollos de mantequilla de Bilbao caseros que pasan, desde este momento, a constituir el arma definitiva para solucionar cualquier conflicto. Vamos, que estoy seguro de que lo mismo me valdrían para encontrar un novio entre las filas de la izquierda abertzale como entre las de nuevas generaciones, por un decir. Y para muestra, la de la foto que encabeza esta entrada.
Pero lo de empezar con un buen desayuno venía a cuenta de estar en disposición de digerir las noticias terribles que han acontecido en estos últimos días y que, como suele suceder, hacen que te replantees tu vida mientras las lees con el café. Os imagináreis que cuando sale en el periódico, aunque sea en una raquítica columna lateral, el nombre de uno de los iconos de tu vida, te acabe afectando. Hoy me gustaría compartir con vosotros mis sensaciones ante el triste fallecimiento de Antonio Pérez Sánchez, el señor que creó los Geyperman.
Para los que no tengáis muy claro de qué hablo, el Geyperman fue un muñeco de acción articulado de los 70 que hizo furor entre los niños que crecimos en una cosa muy nueva y con olor a flores que se llamaba democracia y que molaba mucho porque todo blas canturreaba una canción muy pegadiza que de mayor descubres que se llamaba “Libertad sin ira”. El acierto que tuvo este señor (al menos en los muñecos originales) fue en dar a los niños exactamente lo que se veía en las calles. En una época de bigotes, barbas pobladas y camisas de cuadros rojos, el verdadero rey en los hogares fue este muñeco de barba cerrada y pelo “auténtico”, que vestía como Rhett Butler en Mogambo, como James Bond esquiando en Gstaad, o incluso con aquellos jerseys gordos de lana tan incómodos. Aún a día de hoy, muchas madres no tienen ni idea de lo pedagógicos que resultaron los Geyperman en nuestra aceptación de dichas prendas de lana (caso aparte sería el drama del mendigoizale y sus curiosas borlas, pero eso merecería toda un comentario en sí mismo).
Además, la peculiar rudeza de los Geyperman les hacía muy cercanos, pues lo mismo podías simular que era Paco, el amigo gamberro de tu padre más majo que las pesetas; Frank, el malvado espía que había surgido del frío; o Patxi, el harrijasotzaile que hacía exhibiciones los domingos en la plaza del pueblo y que el resto de la semana cortaba leña en el caserío. Semejante muestra de testosterona, claro está, tenía también sus inconvenientes, puesto que se ponía en plan meloso con la Nancy y, como faltaran bastantes años para la campaña del “Póntelo, pónselo”, nueve meses más tarde llegaban las Barriguitas y se armaba la marimorena con los padres de la muñeca de Famoide exigiendo explicaciones a diestro y siniestro. Y mientras, la señorita Pepis observando la escena con su eterna cara de buen rollito, pero sin mover una pestaña en loor de la rectitud moral, que para eso alguien se había encargado de ponerle media barra de rimmel, en pleno ataque creativo. En fin.
De la misma época fueron los Madelman, a cuenta de los cuales se armaban unas trifulcas galopantes, porque algunos preferían al nuevo musculitos que, sin nosotros saberlo, era una mezcla del Ken de Barbie y del G.I. Joe americano. Pero claro, no había color. Independiente de que el Madelman fuera más pequeño en tamaño, ponías a aquel Ken revenido al lado de nuestro macho políticamente incorrecto y de lo único que te entraban ganas era de darle un achuchón y de llevarle con los clicks de Famóbil para que se le quitara el complejo de inferioridad.
Además, y es ahora cuando voy a hablar de ello por primera vez en mi vida, hubo un hecho capital de mi infancia que me hizo ser partidario del Geyperman para los restos, por mucho que ahora sepa que los dos muñecos fuesen similares en cuanto a lo que escondían. No sé muy bien por qué, pero no recuerdo al Geyperman de mi hermano sin ropa. Tal vez fuera que no encontraba la cremallera del uniforme que llevaba o que, sencillamente, mi hermano no tuviera esa curiosidad. Sin embargo, yo recuerdo perfectamente el día en que mi Madelman se quedó sin pantalones. Y lo que vi me traumatizó hasta tal punto que dudo mucho de que ni siquiera mis bollos de mantequilla hubiesen podido hacerme olvidar semejante espanto. Ni a mí, ni a nadie. Después de todo, ¿quién en su sano juicio podría preferir a un hombre con un braguero color carne totalmente liso fundido sobre su pelvis? Por muchos abdominales marcados que tuviera sobre la cintura. Hace falta mucha modernidad para tomar en serio a alguien con un braguero color carne. Aunque sea un simple muñeco.